Roque Bentayga |
La vida del canarión discurre en una pequeña capa de la Tierra, una superficie, una piel, del tamaño de una isla. Cada día, alza la vista y comprueba el horizonte. De mar a cumbre. Los primeros rayos y las nubes. Entre el agua y el cielo, donde se puede respirar una brisa perfumada por el Atlántico o, en ocasiones, masticar el polvo del Sahara. Es el ritual del amanecer en la Reserva de la Biosfera de Gran Canaria, el momento en el que se ilumina nuestro mundo isleño. Un estallido de luz y color, cuando el océano da al cielo una limpieza y profundidad hipnótica, solo interrumpida por la ocasional aparición de la calima del desierto.
Casi la mitad de la isla está declarada Reserva de la Biosfera por la Unesco. De hecho, todas las islas que conforman el Archipiélago Canario son o tienen parte de su territorio declarado como territorios del programa MAB (los casos de Gran Canaria y Tenerife). Pero, al igual que las demás islas, podría ser Gran Canaria entera, con su puerto y aeropuerto, histórica plataforma atlántica, ciudad cosmopolita, Luz de la mar océana. Cerquita de la capital y más al sur, la meca del turismo europeo en invierno, todo en un área a pocos minutos de la Reserva, al alcance de la mano. Es parte de ella, aunque no dentro de su mapa, destinada a convivir con la población isleña. Y esta -su gente- disfruta, orgullosa, del mismo paisaje, porque no puede levantarse un muro, una frontera interior, en el alma del isleño y su alma está en sus cumbres, sus bosques y en la 'isla vieja' de su origen volcánico y apocalíptico, cuya orografía la hizo indómita.
Pero el isleño sabe que no hay fronteras ni separación. Es la aceptación de que no hay una Biosfera a cuidar, si no es toda la isla, y todo el planeta. Todos los seres vivos en un territorio y sus interrelaciones. ¿Se puede ovidar el isleño de su realidad insular? O... ¿debemos actuar para que toda la isla actúe en la mejora de la biosfera, de la vida en el planeta?
Quizás sea el momento de actualizar el concepto de las Reservas, de aplicar lo que impone la crisis climática. Sabemos que no existen fronteras ni muros para frenar la acción de la naturaleza y menos el clima, que se guía por patrones y corrientes que recorren el planeta ocasionando fenómenos atmosféricos que cada vez serán más extremos a causa del exceso de gases producidos por el uso desmedido de combustibles fósiles en una carrera creciente en las últimas décadas. Sólo nos queda actuar para mitigar lo ya inevitable y revertir el proceso.
Y en territorios insulares la contradicción está servida. Una isla es un todo. Su biosfera en miniatura está formada por el conjunto de los seres vivos de su territorio y sus interrelaciones. Sin olvidar que forma parte de la 'envoltura viva' de la Tierra, donde se desarrolla la vida. Donde vivimos y vivirán nuestros descendientes. Por ello, mirando hacia nuestro pasado, hacia nuestro entorno, nos damos cuenta de lo afortunados que hemos sido al tener uno de los entornos más bellos, agradables y saludables del planeta. Donde han surgido grandes creadores que han intentado explicar que hay una forma de vida en armonía con la naturaleza y la espectacularidad de sus paisajes, como Néstor Martín-Fernández de la Torre o César Manrique, quienes han defendido y demostrado que se puede "hacer de la vida una obra de arte", convirtiendo nuestro territorio en lugares de atracción y de concienciación sobre la fragilidad de la vida ante la acción del ser humano.
Quizás sea el amor la fuerza más poderosa del arte, de esos creadores que nos muestran cómo disfrutar de los pequeños detalles, de los rincones que pasan inadvertidos o que convertimos en vertederos, pero con un poco de cuidado se convierten en lugares icónicos para todo el mundo. Porque la vida puede ser un escenario de dificultades y obstáculos, el clima puede ser un castigo para el ser humano, por el frío, el calor, la humedad... pero también puede convertirse en ese espacio donde florecen los mejores sentimientos. De ahí que recordemos, constantemente, las palabras de los artistas: hagamos de la vida una obra de arte, lo que, viviendo a la sombra de la Reserva de la Biosfera, nos invita a amar la vida y dejar una huella que haga que nos recuerden por haber sido consecuentes con la herencia recibida.