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La luz de invierno en Gran Canaria se cuela por todos los rincones para jugar con los colores más sorprendentes, cautivando la atención de los isleños y emocionándolos. La invariabilidad del clima se altera por uno o dos meses, en una sucesión interminable de situaciones meteorológicas dispares en las islas, una lucha entre los elementos y los astros para romper el predominio del sol. Aunque sea un poco. Tiempos de anhelo durante todo el año para que se conviertan en realidad generosa las predicciones y avisos de lluvias, viento y, en casos excepcionales, un manto blanco de nieve sobre las alturas de Gran Canaria. Pero, sobre todo, es la temporada en que toman intensidad las nubes en la vertiente norte, la cara más húmeda de la isla, donde las cumbres retienen la niebla y despejan el cielo del sur como reflejo del trópico, con sus llamativas tonalidades en el horizonte oceánico, que inunda la vista y el alma.
Este tiempo acentúa los contrastes de los paisajes, de forma sutil pero perceptible y esperado en esta época, cuando coincide el alfombrado de mezcla de hojas que caen en el otoño junto a las plantas que florecen y alimentan a las abejas. No sólo lo percibimos en el detalle, en lo particular, sino también en la espectacularidad de la isla que se realza preparándose para un nuevo ciclo tras el cambio de año. La naturaleza volcánica se muestra descarnada, cautivadora, tormentosa en su eterno choque entre el océano y los roques, cuyas siluetas se elevan sobre el mar para acariciar el cielo. Una obra de arte de la naturaleza que puede ser contemplada a lo largo de kilómetros por su perímetro y recorrida en su interior, por senderos a través viejos volcanes con el perfume intenso de la tea y Atlántico, un aroma que se impregna en la memoria asociada a este momento en el que ser y sentir nos hace formar parte de la belleza de un paisaje de proporciones asombrosas y caóticas. El paisaje interior de Gran Canaria, el corazón de la isla y el más protegido del mar, el refugio para los afortunados. Rodeado de un mosaico de paisajes en los que hay todo tipo de motivos para adentrarse en la isla.
En invierno se respira el alisio y el Sahara. Puro y arenoso, húmedo y seco, cálido y fresco. La corriente fría del Atlántico y el aire caliente del desierto se encuentran en Canarias. En ocasiones grandes corrientes de polvo cubren las islas y cruzan el Atlántico. El 'efecto mariposa' llega hasta la selva del Amazonas, aportando la fertilidad de los fosfatos. Mientras, en la isla, aceleraron la biodiversidad dejando una flora y fauna autóctona de las más ricas y variadas del mundo. Y aunque no era necesario el abono que llega desde el desierto, ya que la roca volcánica es rica en minerales y se transforma al contacto con la humedad del Atlántico, el ‘malpaís’ volcánico era transformado por líquenes que se extienden y hacen de las angustiosas figuras de lava enfriada el jardín de las delicias. Fuego, aire, roca y agua que juntos crean el mito de las Hespérides.
Un lugar que ha merecido ser declarado Reserva de la Biosfera, Patrimonio de la Humanidad, donde durante todo el año, desde hace más de un siglo, arriban numerosos europeos del continente para vivir experiencias al aire libre, compartiendo con responsabilidad con una sociedad tolerante y hospitalaria, en un espacio abierto y con un clima que hace sentirse feliz a quienes nos visitan nada más descender del avión y se encuentran de frente con la luz de invierno canario, que inunda de calor el cuerpo, lo colorea. Lo anima y lo revive. No es un milagro, es el clima más saludable para tiempos de pandemia, para una Navidad inédita en el mundo.
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