viernes, 13 de noviembre de 2020

De paraíso turístico a cárcel para inmigrantes

Muelle-cárcel de Arguineguín.
Un millar de inmigrantes han sido alojados en el Hotel Servatur Waikiki. Mil personas que se suman a no sé cuántos inmigrantes que están alojados en apartamentos y hoteles del sur de Gran Canaria y en otras islas, aunque en menor cuantía. Están aquí y cada día se suman más en una temporada que no deja de sorprender por la gran cantidad de personas que llegan a las islas, así como por el número de víctimas mortales que fallecen al intentar alcanzar estas costas tan alejadas del continente europeo, que es su verdadero sueño. Un número que seguirá creciendo mientras el Gobierno español (con una tímida protesta del Gobierno de Canarias) y la Unión Europea se lavan las manos porque el problema sigue en ultramar, lejos de su territorio continental.

Desde Madrid o Bruselas creen que el dinero lo resuelve todo, que pagando los hoteles y apartamentos -vacíos por la pandemia-, dan respuesta a dos crisis, cuando en realidad están empeorando ambos escenarios y creando problemas donde no los había. Porque es cierto que no se puede tener hacinadas a cientos -miles- de personas en un muelle-prisión en condiciones inhumanas. Pero tampoco se debe trasladar el problema migratorio al centro de la actividad turística. Ni mucho menos permitir que estas islas se conviertan en cárceles o muros de contención de los migrantes que quieren llegar a la Europa soñada.

Inmigrantes y europeos sabemos que el ‘viejo continente’ necesita solucionar su envejecimiento poblacional importando mano de obra, integrada, cualificada. Y hay muchas personas, de África y otros lugares, que quieren tener un proyecto de vida en Europa, como ese matrimonio de inmigrantes turcos que ha inventado la vacuna contra el Covid-19. O el joven futbolista que ha deslumbrado en el Barcelona, Ansu Fati. Deportistas, científicos, peones agrícolas, sanitarios, albañiles... Todas las profesiones que hay que atender para mantener los servicios y la producción de uno de los mayores mercados económicos del planeta.

Pero aquí no se gestiona con fundamento los flujos migratorios. Por el contrario, se les persigue sin otra alternativa que recurrir a las mafias que se enriquecen con un dinero que reúnen familias y poblados enteros, para poder conseguir que alguien pueda sobrevivir a una odisea muy peligrosa, mortal incluso, con la esperanza de que pueda ayudar a la comunidad.

Y así llevan varias décadas, jugando al gato y al ratón. Ayer venían por el Mediterráneo y se cierra este espacio con medidas que incluyen pagar un ‘impuesto’ a las mafias y a gobiernos que permiten en su territorio situaciones atroces contra las víctimas de este éxodo humano. Ahora toca otrav ez el Atlántico y Canarias en la ruta, a sabiendas de que estamos a más de mil kilómetros de la costa del continente europeo. Y en los despachos de la Comisión Europea utilizan la calculadora para ver el coste diario de mantenimiento de esta gente alejada, en la ultraperiferia.

Mientras tanto, junto a esos complejos turísticos ahora ocupados por inmigrantes por los que se paga  entre 48 y 52 euros por persona y día, viven las familias de los trabajadores que están despedidos o en ERTE, que no pueden hacer frente a la hipoteca, a los gastos escolares, o simplemente sólo comen lo que consiguen de la solidaridad y los bancos de alimentos. No les llegan las ayudas, aunque se llaman de emergencia, porque los trámites y la burocracia no hace más que retrasar estas medidas y poner reparos. Y ven con asombro y vergüenza cómo los ministros españoles de Interior, Defensa y Migraciones no se ponen de acuerdo para crear campos de refugiados o de internamiento de inmigrantes para gestionar sus solicitudes de refugio, asilo, trabajo o para ser devueltos a sus países de origen, cuando llevamos (en Canarias) más de 26 años recibiendo pateras y cayucos. Y todavía no se ha dado solución al problema.

Estas islas no son Lampedusa o Lesbos, ni por tamaño ni por población (con 6500 o 114880 habitantes, respectivamente). Pero se están convirtiendo en islas cárceles con la inacción de las instituciones de Canarias, España y Europa. Por el momento, son pocos los que alzan su voz para exigir soluciones y medidas frente a este despropósito. Algunos otros se suman por oportunismo político o campañas miserables de fomento de odio y xenofobia, otros armados de razón y de coherencia con un discurso de comprensión hacia el drama humano, como el presidente del Cabildo o las alcaldesas de Mogán y San Bartolomé de Tirajana. Pero el miedo al descontrol y a la falta de respuestas se extiende por la población, porque ni se atiende a los inmigrantes ni se tiene en cuenta a los residentes, condenándonos a recelar unos de otros.

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