sábado, 10 de mayo de 2014

Moral y turismo

Mujer en bikini, Maspalomas 1965 (Fedac)
El  Mayo Francés convulsionaba Europa al grito de “Prohibido prohibir” y la Primavera de Praga atemorizaba a los países que tuvieron la desgracia de quedarse tras el Telón de Acero. Ese año de 1968 el verano en Agaete transcurría apacible en la playa del Puerto de las Nieves cuando un incidente movilizó a numerosas mujeres y hombres adultos que trajeron en tumulto al policía municipal para que pusiera fin a aquel escándalo que sucedía cerquita de donde nos encontrábamos mis padres, mi hermano y yo.

Mi madre se levantó y frenó al guindilla que se dirigía hacia una pareja de jóvenes extranjeros, posiblemente franceses, con la intención de recriminarles que el muchacho besara públicamente los ojos de la chica. Jane sacó su carácter para recriminar al agente su falta de humanidad y comprensión porque la joven extranjera –ajena a la horda de cavernosos inquisidores- era ciega. Y aunque no lo fuera, no dejaban de ser besos inocentes que a nadie molestaba salvo a las mentes podridas de mensajes apocalípticos y represivos de quienes les impartían la doctrina del amaros los unos a los otros…

La moral y el turismo han tenido sus desencuentros en nuestro territorio. Y eso que –creo- en estas islas estábamos mucho más avanzados que en la España profunda y mojigata. En realidad, la moral cuando es retrógrada y sectaria se desencuentra con casi todo y puede llevar a la sociedad a enfrentamientos sin fin.

Moral y turismo es un aspecto de mucha importancia en un país en el que la primera transición política de la dictadura se produce justo cuando la ‘industria’ del viaje se convierte en el principal factor de crecimiento económico de España y, fundamentalmente, de Canarias. De ahí que el ministro que situó el turismo como tema central de la acción política del franquismo, pusiera en marcha numerosas acciones para consolidar el sector, pero a la vez era ministro de Información, con lo que se hizo cargo de impulsar el control de la información y los periodistas en el país, al tiempo que gestionaba la propaganda exterior del régimen y de su incipiente turismo con aquel lema tan acertado y hasta ahora no superado de 'Spain is different'.

Un caso ejemplar de este ‘choque’ moral se dio en Canarias, inédito hasta ahora por los estudiosos de Turismo (muy centrados en lo económico, sin atender la transversalidad y los aspectos intangibles de esta actividad). El ejemplo, fue el que se planteó en un escrito de junio de 1964 con diversas firmas de profesionales encabezadas por las editoras de la revista Mujeres en la Isla, que solicitaron al entonces ministro, Manuel Fraga que tomara medidas para “salvaguardar la dignidad y decencia en nuestros lugares públicos, y la moralidad en nuestras costumbres”. Una petición que viene a poner de manifiesto la preocupación de estos colectivos por su deseo por facilitar el desarrollo del turismo para “colaborar al mayor bienestar de quienes nos visitan, a la vez que hacer respetar esa moralidad pública que ha sido siempre característica española desgraciadamente perdida ya en otras ‘zonas turísticas’ y seriamente amenazada en Canarias”.

El escrito recoge varios puntos de los que destaco las siguientes peticiones:

  • Que se prohíba desnudarse y vestirse en la playa (no sé si se refieren a desvestirse…)
  • Más balnearios.
  • Prohibir el uso del ‘bikini’ a no ser en trozos de playa acotados y alejados del centro de la población.
  • Prohibir la entrada a salas de fiesta a menores de edad (creo que la mayoría de edad entonces era a los 21 años).
  • Evitar y castigar la prostitución masculina (¡no dicen nada de la femenina!)
  • Prohibir en las salas de fiesta la ‘media luz’ y en todo lugar público las “manifestaciones propias de la intimidad”.
  • Prohibir las visitas masculinas a las habitaciones de mujeres en hoteles y residencias.
  • Por último, solicitan “en todo lugar y en cualquier ocasión, evitar y castigar severamente… -desde la multa, a la cárcel y la expulsión del territorio nacional- toda infracción…”


La respuesta, personal, del ministro Manuel Fraga, es todo un tratado de los principios más reaccionarios de la dictadura franquista amoldándose a la necesidad de abrir el régimen al turismo, a las culturas de los turistas y, sobre todo, a la entrada de divisas extranjeras de las que tan necesitada estaba el franquismo para su supervivencia. Así, Fraga reconoce que el turismo “afecta a categorías muy extensas y dispersas de valores” y que tiene sus aspectos positivos como “la intercomunicación de ideas, conocimiento de costumbres, modos de vida”… , pero que es preciso “se evite a todo trance la admisión de actitudes o hábitos que menoscaben la salud espiritual de las gentes” y en especial que no se rompa “el equilibrio tradicional de nuestro modo de ser”.

No obstante, advierte que no es competencia del Ministerio de Información y Turismo dictar o hacer cumplir las normas “de comportamiento en lugares públicos o de vacaciones en sus múltiples aspectos, personales, del vestir, etc”… Para lo que les remite a la Autoridad Gubernativa competente, pero que pueden hacer una labor en “todo lo que sea imprimir en el turismo las exigencias particulares y generales de respeto y de espiritualidad” como hacer “publicidad de servicios religiosos de cara a los turistas” o atender la “progresiva espiritualización del turismo ofreciendo a nuestros visitantes muestras vivas de nuestra sólida herencia histórico-cultural”, y reitera la voluntad del Ministerio de fomentar el “turismo netamente religioso, del que pretendemos llegar a su vigoroso resurgimiento”.

Interesante es la frase que plantea a continuación: “El naturalismo, la despreocupación ético religiosa, la relajación de la vida familiar y el despilfarro económico, que frecuentemente se citan como atributos del turismo no le son achacables ni mucho menos, sino que responden a circunstancias que afectan a toda coyuntura actual de nuestra civilización”.

Para avalar sus argumentos contemporizadores con la actividad turística, remite a los firmantes del escrito a las conclusiones de la Asamblea Nacional de Turismo, en las que figura el enunciado ‘El Turismo, La Moral y Las Costumbres’, que recuerdan la doctrina del papa Juan XXIII los “efectos positivos y los riesgos del turismo, y que es deber de todos “la eliminación, o al menos, la reducción de los riesgos morales”, por lo que el papel del Estado sería el de defender “la moralidad pública, actualizando disposiciones que regulen la indumentaria y el comportamiento en zonas turísticas y actuando con sus agentes para su respeto, con cortesía pero con firmeza”, para volver a recordar que lo que tenga que ver con la conducta pública es competencia de la Dirección General de Seguridad y de cada Gobierno Civil.

Muchos gobernadores civiles fueron responsables de muchos desaguisados, incluido también los comisarios de policía, los cuales actuaron contra aquello que consideraran una inmoralidad. Pero, hoy día, habría que ver cómo se compaginan esos argumentos con el auge del turismo LGTB, la presencia de centros de culto religioso de todo tipo, la conversión del país en un estado laico (por lo menos en teoría) y, sobre todo, con la evolución de una sociedad cada vez más alejada del Santo Oficio y de todo lo que tenga que ver con la frustración o represión de los sentimientos y de la felicidad más allá del confesionario.

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