martes, 4 de enero de 2011

La mascarada turística canaria

La marca –elemento publicitario- se puede definir igual que hiciera  José Viera y Clavijo en la segunda mitad del siglo XVIII al comentar que la isla de San Borondón “…tiene la propiedad de presentarse a los ojos y de huirse de entre las manos…”. O sea, algo intangible y motivador. Quién le iba a decir a nuestro ilustre ilustrado que a finales del siglo XX uno de los gurús de las marcas, Luis Bassat, ratificaría esos argumentos vierianos al señalar que mientras “un producto es algo tangible, con una serie de atributos físicos, precios y prestaciones”, la marca “es algo inmaterial e invisible, que identifica, califica y, sobre todo, da un valor añadido. Es lo que el usuario o consumidor siente una vez ha satisfecho su necesidad con el producto”.

Teniendo en cuenta que las marcas abarcan casi todo, desde coches, ropa, refrescos o Chupa-chups hasta lugares como Pisa o Las Vegas... Nos centraremos, brevemente, en eso que se conoce como las marcas-ciudad o territoriales, esas referencias que tienen que ver con referentes y/o iconos urbanos, históricos, culturales, artísticos, medio ambiental, etc…, tanto por separado como conjuntamente.

Casos como Venecia o Florencia consolidaron durante siglos su marca en el imaginario de los deseos de realización de los habitantes de casi todo el mundo. Unos indiscutibles referentes turísticos que en apenas un par de décadas han superado el listón de destinos sostenibles y son una máscara de lo que fueron, al transformarse en zonas ocupadas y desbordadas por el negocio turístico, con abarrotadas gelaterías, restaurantes a la caza del turista, cafés que aprovechan su situación; joyerías que mantienen la misma actividad secular y, a veces, anacrónica; tiendas de souvenirs con mezcla entre lo ‘kitsch’ y lo inútil apetecido como pieza de colección de museo doméstico familiar; kioscos en todos lados con camisetas de futbolistas como el elemento más global de la cultura turística de masas… Y así hasta encontrarnos con las mismas marcas que puedes hallar en Tokio, Nueva York o Salszburgo: McDonald, Zara o Häagen Das.

Bassat añade que “las marcas viven en tres lugares muy distintos: en el mercado, en el cerebro y en el corazón humano”. Son a la vez negocio, recuerdos o estímulos nerviosos y, sobre todo, evocación de sentimientos.

Pero, en esta aldea global, ¿cómo podemos distinguir esas evocaciones si todo se parece cada vez más? Yo he optado por buscar en los mercados de abasto de toda la vida. Son espacios que se han convertido en reservas o ecosistemas donde encuentras lo autóctono, el paisaje a través de sus productos y el paisanaje en sus gentes, comerciantes y clientes que se guían por el horario real, no el turístico… Santuarios de olores y sabores que conforman los recuerdos sensoriales que nos transportan mentalmente a un lugar, una historia, un cambio en nuestras vidas, la experiencia del viaje, el viaje como realización y transformación.

La rapidez y la frecuencia de los vuelos, tras la aparición de los chárter en los años sesenta y su expansión a partir de los setenta, sitúa los destinos turísticos en el disparadero de la masificación. La experiencia pone fin a la visión soñada y se convierte en algo agobiante y denigrante: largas colas, abusos y manipulación de los turoperadores, atracos en la compra de recuerdos o en los restaurantes y cafeterías…

En el caso de los territorios, la imagen de marca es la suma de unos factores complejos: clima, paisaje, forma de gobierno, historia, productos más característicos, cultura, patrimonio, economía, su gente. Son elementos diferenciadores que posicionan el destino frente a otros. Lo contrario, lo que nos está sucediendo cada vez más, es que nos encontramos con un turismo que viaja en aviones con el mismo trato (‘low cost’ o líneas regulares); que es depositado en aeropuertos que son casi todos iguales, para ser conducidos a hoteles que repiten modelos en Túnez, Turquía, Málaga o El Algarve. Este es el mayor riesgo para el turismo que se limita a sol y playa; el que se restringe a esos días de descanso tirado junto al mar, ya que al regreso de esos viajes rápidos (cada vez las estancias son más cortas) nos asalta la pregunta del millón ¿dónde he estado?
Al no poder distinguir ni el hotel, ni la playa, ni los bares, ni el viaje entre varios cientos de destinos similares –travestidos o enmascarados- nos damos cuenta de la gran mentira montada por las consultoras y grandes grupos que gestionan el turismo en el mundo, donde lo de menos es la marca o la identidad local sino el cubrir una expectativa de ocio y hedonismo superficial.

Lejos de los espíritus colectivos y el liderazgo de personajes como Néstor Martín Fernández de la Torre en Gran Canaria, o César Manrique en Lanzarote, el mercadeo turístico ha sido secuestrado por los especuladores locales y las corporaciones que pagan voluminosos estudios de mercado y consultorías con tan poca idea sobre lo que es el turismo como voluntad por crear destinos turísticos de calidad y con personalidad. Es decir, con marca. Y nosotros lo hemos permitido.








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