martes, 4 de enero de 2011

Las salinas de Fuencaliente como recurso turístico

Tuve el honor de participar el pasado viernes, 1 de octubre, en el encuentro profesional organizado por las empresas salineras de Canarias en Fuencaliente.
El madrugón para poder llegar desde Teror hasta Fuencaliente a las nueve de la mañana mereció la pena.
Primero visitamos la salina de Fuencaliente, con sus cocederos, sus montículos de sal, su pequeña nave de empaquetado y su extraordinario enclave, rodeado de coladas de lava volcánica que amenazaron la supervivencia de esta salina tras la erupción del Teneguía.
También nos informaron de la importancia medioambiental del lugar, donde una actividad humana (regulada todavía, e inexplicablemente, por la Ley de Minas) ha permitido que numerosas especies de aves migratorias encuentren en el tablero de charcas el alimento y la tranquilidad necesarias para continuar su largo viaje.
El blanco, brillante y límpido, de los montones de sal, contrasta con el negro de la lava, el rojizo de la actividad volcánica y el azul intenso del Atlántico en su vertiente occidental. Una blancura que invita a utilizar la sal de Fuencaliente con la certeza de estar consumiento un producto que nos obsequia la naturaleza y la experiencia de una familia mezcla de conejera y palmera que intenta desde hace tres generaciones ofrecer lo mejor de nuestra tierra para un futuro incierto y complicado, sobre todo porque las leyes que amparan ese lugar para que sirva de escala para las aves, podría desaparecer si no se permiten actividades que complementen sus sostenibilidad económica.
A continuación acudimos a la bodega de la cooperativa vinícola de Fuencaliente, en cuyos salones nos explicaron las iniciativas para la recuperación del litoral, los esfuerzos de Ordenación del Territorio y de Agricultura por impulsar el sector salinero de Canarias y, sobre todo, nos invitaron a participar en la primera cata de sales que se realizaba en España.
¿Se puede catar la sal? Pues sí, y su resultado fue unánime... Comenzamos valorando la blancura, el brillo, el grano, si se rompía entre los dedos, el gusto, la persistencia..., incluso el olor... Unas veinte cuestiones que fuimos puntuando hasta el veredicto final. La cata era ciega y no nos indicaron cuáles eran las marcas de cada una de las ocho muestras de sal que analizábamos, si bien nos indicaron que eran sales de distintos países europeos, de varias zonas de España y dos de Canarias: una de ellas, obviamente, de Fuencaliente.
En mi caso, y en el de otros amigos que realizaron la cata, la ganadora fue -con diferencia- la última que nos ofrecieron. Pude averiguar que se trataba de sal de Fuencaliente ¡como no podía ser de otra manera!
Y concluyo con la siguiente pregunta ¿si tenemos seis salinas productivas (de más de 60 que llegaron a existir en nuestras Islas), si son un recurso paisajístico y natural, si su producción es más sana y completa en oligoelementos, si no son químicas y, encima, su precio es muy económico... ¿qué hacemos tomando productos foráneos de mala calidad? Reconozcámoslo, nuestra desidia nos hunde en la estupidez.

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