Portada del libro |
La novela merece ser leída, saboreada y jugada, como un partido sin reloj, un juego de ajedrez en el que las variables cada vez son menores a medida que las fuerzas o valor de las fichas son eliminadas, bien porque tengamos que hacer sacrificios envenenados o porque hemos caído en maniobras hábilmente urdidas por mentes mucho más complejas y premonitorias. Como suele pasar, mientras menos piezas tenemos, más pasión ponemos en la contienda.
La primera parte tiene una narrativa que puede despistar, e incluso hacernos desistir de la lectura, pero así son siempre los primeros pasos de un partido de ajedrez: movimientos archiconocidos: defensa siciliana, gambitos y enroques hasta ver qué dice el enemigo. Pero estamos ante una novela que en un momento no concreto se exhibe plena y adictiva, una obra literaria en la que todos los personajes aparecen -de repente- posicionados claramente entre los dos ejércitos que se enfrentan en un tablero en el que no sólo hay blancas y negras. En realidad, el autor nos sitúa ante un tablero que también es un Plan General de Ordenación Urbana, en el que cada interés intenta superponerse sobre los demás para obtener aquello que más les interesa: dinero, protagonismo, honor, control ideológico, político o religioso.
La trama está bien urdida mediante sabrosas meditaciones e interesantes disquisiciones parapetadas en defensas serias y rigurosas de argumentos y contraargumentos, a través de los cuales vamos conociendo un microcosmos que gira en torno a una de las poblaciones con menos habitantes de Canarias, pero que no se libra de los embates y envites de los promotores turísticos, en este caso con una propuesta tan singular como el enclave donde pretende ubicarse: en las ruinas de un convento (¿el primero de Canarias?) alejado del sol y playa masivo, pero en un enclave único y con más ruinas y misterios que certezas y población.
Dos muertes (y una tercera que colma el triángulo) van oscureciendo la novela hasta hacerla negra con tintes de misterios del más allá en el tiempo y en las historias heredadas y adornadas, ingredientes que chocan ante el profundo escepticismo e incredulidad materialista del protagonista, un periodista del que el autor intenta retratar sus motivaciones para mantenerse en tal vocación profesional, aunque (como periodista puedo corroborarlo) quizás obvia la más importante: el ego y el objetivo jamás entendido de servicio público a través de una empresa de servicios privada y obsesionada con la cuenta de resultados. Poco margen queda al periodista actual para alcanzar a un Emilio Zola, un Ilya Ehrenburg, un John Silas Reed o un Ernest Hemingway... Salvo que las camadas de periodistas con lustroso diploma enmarcado utilicen el pretexto salarial del periodismo para dedicarse a la literatura y así desahogar su frustración.
De ahí que el periodista dilemático posea una mezcla de Charles Bukowski integrado, a veces Petetepedia de listillo y otras Marlowe sin gabardina, o Lou Grant rodeado de una epidemia de ‘gargantas profundas’ que mueven sus peones y alfiles intentando que la información (rumores, interpretaciones, observaciones, falsedades, mentiras...) salgan del microcosmos betancuriano –a veces paraíso y otras un irrespirable y opresivo escenario- para facilitar su victoria frente a los demás, entre las fichas de la especulación y el cambio frente a la conservación y la vuelta al pasado. Una pugna que se libra en numerosos frentes en Canarias, en un afán por poner en el mercado todo aquello que pueda ser objeto de negocio, incluida la alquimia medieval.
Con guiños a ‘El nombre de la rosa’ y devoción a la ciencia ficción y el futurismo clónico de Blade Runner ("Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"), el libro es también una secuencia de hitos artísticos, intelectuales y disquisiciones que permanecen en el autor. Al igual que muchos personajes que Domínguez también sitúa en la trama con seudónimos fácilmente reconocibles en el entorno local, en un juego de nombres imaginarios que recuerdan aquellos bautizos de las células clandestinas, aunque en este caso la delación es, a su vez, complicidad.
Lo dicho... Canarias tiene valores patrimoniales, culturales y naturales para atraer diferentes perfiles de turistas, o para servir de argumento a una excelente novela que puede traspasar el tablero de lo local porque el mundo es un gran partido de ajedrez en el que las fichas (pasiones, intereses, ideas, luchas...) son casi siempre las mismas a lo largo de los siglos y de los territorios.
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